El día había amanecido con un aire fresco y cristalino, ese tipo de brisa que te llena de energía y emoción por descubrir nuevos lugares. Habíamos oído hablar de Camprodon, un pequeño pueblo escondido entre las montañas del Pirineo catalán, y decidimos que era el momento perfecto para visitarlo.
Al llegar, lo primero que nos cautivó fue el silencio interrumpido sólo por el murmullo constante del río Ter, que serpentea alegremente por el corazón del pueblo. Sus aguas claras y chispeantes parecían contar historias de siglos pasados, historias de viajeros y de tiempos en los que Camprodon era un cruce vital de caminos.



Caminábamos por las calles adoquinadas, que parecían sacadas de un cuento medieval. Las fachadas de piedra, cubiertas de musgo y flores colgantes, nos transportaban a otra época. Había un aroma en el aire, una mezcla de pino y tierra húmeda, que nos llenaba de una paz indescriptible.
Entonces, lo vimos. El Puente Nuevo, majestuoso y eterno, se alzaba sobre el río como un guardián del tiempo. Su arco de piedra, construido en el siglo XII, reflejaba su robustez y su gracia en las aguas que corrían por debajo. Cada paso que dimos sobre sus piedras desgastadas por los años nos hizo sentir más conectados con la historia del lugar.


Desde lo alto del puente, el paisaje se desplegaba en un espectáculo natural impresionante. Las montañas, cubiertas de un verde intenso, abrazaban el valle mientras el río seguía su curso, creando un sinfín de melodías acuáticas. Sentí una inmensa gratitud por estar allí, por poder formar parte, aunque sólo fuera por un instante, de la belleza inmutable de Camprodon.




Nos sentamos en el borde del río, dejando que el sonido del agua nos envolviera. Cerramos los ojos y respiramos profundamente, llenándonos de la pureza de ese rincón de mundo. Era como si el tiempo se hubiera detenido, permitiéndonos disfrutar de cada segundo con una intensidad que rara vez se experimenta.

Al final del día, mientras el sol comenzaba a esconderse detrás de las montañas, Camprodon se iluminó con una luz dorada que acentuaba su encanto y misterio. Nos marchamos con el corazón lleno, sabiendo que había encontrado un lugar donde la naturaleza y la historia se entrelazan en un abrazo eterno, y donde siempre habrá una parte de nosotros que desee regresar.










