En los días antiguos, cuando los reinos de Hispania ardían en llamas de ambición y sangre, y las espadas forjaban destinos más que las palabras, hubo una ciudad que se convirtió en el corazón de una lucha fraterna: Zamora, la noble y resistente, defendida con fiereza por su señora, la infanta Doña Urraca.


Corría el año del Señor de 1072. Castilla, bajo el puño de hierro del rey Sancho II, cercaba las murallas zamoranas con hambre de conquista. Sancho, cegado por el deseo de reunificar el legado de su padre, Alfonso el Magno, había arrasado León y Galicia. Solo Zamora resistía aún, amurallada por piedra y lealtad.
Entre los defensores de la ciudad, destacaba un noble leonés, valiente y astuto, de nombre Bellido Dolfos. Su figura se alzaba como una sombra ambigua entre los defensores, leal a Urraca, sí, pero movido por fuerzas más antiguas: el honor, la astucia… y quizás algo más.
Y fue en el alba del 6 de octubre, cuando el destino torció su curso y el eco de una traición —o de un acto supremo de fidelidad— quedó marcado para siempre.
Bellido, cubierto con una capa de viajero, salió por una de las puertas de la ciudad, simulando desertar. Caminó solo, cruzando los campos asediados, hasta llegar al campamento de los castellanos. Allí, frente al mismísimo Sancho de Castilla, ofreció un secreto: conocía un portillo por el cual podría tomarse Zamora con un golpe rápido, certero como el tajo de una espada.
El rey, intrigado, accedió. Montaron sus caballos y juntos cabalgaron hacia el supuesto punto débil. Fue entonces, en un instante suspendido por los dioses de la guerra, cuando Bellido vio su oportunidad: el rey, confiado, bajó del caballo y dejó a su lado su venablo dorado, joya real y arma letal. Con un gesto que fue a la vez traición y redención, Bellido tomó el venablo y lo hundió en la espalda del monarca, atravesando su carne y sellando su destino.
Sancho cayó al suelo con un gemido que estremeció la llanura. Los hombres corrieron a socorrerlo, pero ya era tarde. El rey había muerto, y con él, la certeza de la victoria castellana.
El asesino, sin mirar atrás, montó su caballo y galopó como el viento hacia Zamora. Tras él, el rugido de la ira tomó forma en el acero del Cid Campeador, Rodrigo Díaz de Vivar, que se lanzó en feroz persecución. Pero Bellido volaba sobre la tierra, impulsado por un designio más fuerte que la muerte, y alcanzó el portillo por el que había salido. Allí, los suyos le abrieron paso. Entró en la ciudad, y desapareció tras sus muros… salvado.


Los castellanos, desorientados y sin líder, comenzaron a dispersarse. Y los zamoranos, como leones que ven sangrar a la presa, atacaron. El Cid y sus fieles, rodeados, se vieron obligados a retirarse. Así, Zamora resistió. Zamora no se rindió.
En el lugar exacto donde cayó Sancho, se erigió una cruz de piedra, testigo del acto que cambió el destino de los reinos. Y aunque algunos gritaron traición, otros susurraron fidelidad. Se dijo que Doña Urraca sabía del plan, que Bellido recibiría oro, o tal vez su mano. Pero el tiempo no confirmó tales rumores. Nadie juzgó a Bellido Dolfos. Ni se le buscó. Ni se le castigó. El silencio fue su sentencia, y su nombre quedó grabado en la memoria de los siglos.
Y así, siglos después, cuando los ecos del pasado aún resonaban entre las murallas zamoranas, el 22 de diciembre de 2010, se cambió el nombre del lugar por donde Bellido escapó. Ya no se le llama el “Portón de la Traición”, sino el “Portón de la Lealtad”.
Porque no todos los héroes llevan corona. Y no toda daga en la sombra es vil.










